Daniel Riobóo Buezo Seguir a @danirioboo
Uno de los dramas silenciosos, ya asumidos pero igualmente dolorosos de esta pandemia es el de los finales sin despedida. Hoy he conocido de primera mano uno de ellos, el del padre de una persona muy cercana a mi familia. Ha fallecido en una residencia en la que llevaba muy pocos meses. No han podido ni verlo ni juntarse para brindarle una pequeña despedida. Tan sólo han recibido en casa una urna con sus cenizas. Lo ha afrontado con una resignación y fortaleza admirables.
Perder a alguien tan importante en tu vida siempre es terrible. Y en las condiciones actuales debe generar un sentimiento de impotencia enorme al no poder ni siquiera despedirte. Cada día los que nos dejan son un numero más de una estadística que no parece tener fin. Pero todos tienen una historia personal detrás, una vida que en muchos casos se está apagando sin tener a nadie cerca, sin un homenaje, sin un merecido adiós.
Otros sí reciben un reconocimiento, también más efímero de lo normal, porque destacaron en alguna faceta artística o con mayor repercusión social. Es el caso del escritor chileno Luis Sepúlveda, fallecido hoy también por coronavirus. Se ha ido muy pronto, con setenta años, la misma edad que tenía Antonio José Bolívar Proaño, el protagonista de «Un viejo que leía novelas de amor», la maravillosa novela que le consagró. Con ella Sepúlveda ganó el premio Tigre Juan de Oviedo y desarrolló una prolífica y celebrada carrera literaria mientras seguía enamorándose de Asturias, en donde se quedó a vivir hasta hoy.
Con homenaje o sin él, al final la muerte nos iguala a todos. Ya lo glosó Jorge Manrique en forma de copla hace más de cinco siglos.
“Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir;
allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir;
allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos,
y llegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos”.